martes, 10 de mayo de 2011

Historia de un Caos - Parte IV : AMARILLO-LOCURA



     Conversar. Algo que hacía tiempo que deseaba hacer. Hablando, se olvidan los males, surgen nuevas amistades y también aprecio por las distintas personas con las que estamos; y eso supuso un error que me costaría mi integridad. Nos detuvimos ante una puerta, distinta a las anteriores que ya encontré, ésta era más bella, pura, armónica; nos incitaba a cruzarla, nos decía que ella era el camino que nos sacaría por fin de aquí.


     Atravesar. La puerta que parecía la salida, antes de cruzarla; ella, la chica, y yo nos hicimos una promesa: encontrarnos de nuevo una vez esto acabase. En las situaciones más críticas es donde conoces a tus verdaderos amigos y a tus peores enemigos; en mi caso, una excelente amistad que, en mi interior, deseaba que fuera más que eso.


     Apartar. La puerta, tras entrar, se cierra detrás de nosotros. Por la impresión, ella me cogió la mano, estaba temblando, pero dejó de hacerlo cuando miramos a nuestro alrededor. Una habitación amarilla, casi dorada, sobriamente decorada con adornos de porte clásico en mármol blanco. En el centro, una señora mayor vestida con una bata de color blanco inmaculado nos sonríe y nos sugiere que la acompañemos. Aparenta ser una buena persona. Nos llevó a una habitación, de color blanquecino, casi plateado, con el brillo típico de las estrellas en las noches de verano, en cuyo centro encontrábamos un jarrón, hermoso y del color del océano.


     Oír. A la señora de blanco acercarse al jarrón, suena el eco de sus pisadas, sin decir nada. Al detenerse, se vuelve, nos mira, y silba. Cadenas. Nacen de la nada y me atrapan, no me dejan moverme. Suena un cántico de sirena, mi compañera se acerca, con una sonrisa en su cara y una mirada vacía, hacia el jarrón, en el cual esa señora introdujo su mano.


     Temer. Por el futuro de aquella persona que aprecias. El aspecto formal de la huésped de este lugar se desmorona, tonándose a una apariencia locuela, riendo como si se hubiera sumido en la locura. Sacando la mano del jarrón, cubierta del lodo negro que antes encontré en la habitación azul de la doncella, sujetando algo impregnado de dicha viscosidad, imposible de diferenciar de cualquier otra cosa diferenciada.


     Emanar. Caer el lodo poco a poco y permitiendo ver qué era lo que sujetaba. Ojalá no lo hubiera visto. Cortada, la cabeza del cuerpo que apareció tras quebrarse el de la doncella, llorando el negro cieno, que también llenaba el jarrón del cual se sacó. Sacada, aquella lunática tiró el jarrón, y el lodo terminó rodeando a mi adorada acompañante, despierta pero durmiente.


     Devorar. El lodo a mi amada, verla deshacerse como sucedió en la primera habitación a la que entré. Miedo. Odio. Desesperación. Dolor. Todos estos sentimientos surgían en mi interior. Miedo porque me suceda lo mismo. Odio por aquella loca que llevó a mi amor a su perdición. Desesperación por no haber sido capaz de hacer nada. Dolor por la pérdida de…


     Escapar. Las cadenas se aflojaron y pude escurrirme entre ellas. Impotente; no fui capaz de realizar acción ninguna. Ni huir. Ni luchar. Sólo añorar, añorar el breve tiempo en que este sitio me pareció un paraíso que duraría para siempre, en el cual ella y yo hubiéramos estado el uno junto al otro.


     Retornar. Volver de los recuerdos idealizados a una desoladora y macabra realidad. Vuelvo a ver a mi amada, de espaldas, como si nada hubiese pasado; y a aquella loca con la cabeza cortada en la mano, que no lloraba ya y estaba absolutamente seca. A mis pies, los restos del jarrón que fue roto; pero no me importaba, corrí hacia la única persona en la que podía confiar aquí, para comprobar que estuviera bien.


     Alucinar. Sufrir a manos de las falsas esperanzas que una ilusión me brindó. Aquella persona que conversó conmigo, que gastó su tiempo conmigo, a quien parecía importarle alguien tan… tan necio como yo, tan… tan…tan impotente e insignificante que apenas existe para los demás… Las pocas esperanzas que tenía se desmoronaron.


     Desesperar. La causa, mi amada derrama lágrimas negras, como aquellas que devoraron cristales y un cuerpo. Una imagen vale más que mil palabras, y ni con un millón de ellas podría expresar lo que sentí en ese momento, un torrente de emociones y sentimientos, que se entremezclan y desbordan. Ya me pasó otra vez, el cuerpo pide la supervivencia y comienza a retirarse, pero esta vez el poder de tanto el dolor como el amor, aunque hubiese deseado que fuera distinto, tampoco puede retenerme.


     Huir. En una habitación amarillenta donde sólo se observan dos puertas. Aquella por la que entramos, que al retroceder se cubre de cadenas y se cierra de modo definitivo, para siempre, perdiéndose entre aquella maraña de eslabones; y una pequeña puerta blanca que se observa a la lejanía, en el extremo opuesto a mí de la habitación y a la cual, para llegar, debo atravesar el espacio en el que estaban aquella loca y ese engendro que yo antes adoraba.


     Cerrar. Los ojos y la mente, corriendo hacia una puerta que visualizo en la oscuridad que me rodea y que sé, en mi interior, que no llegaré a ella. Aún así, antes de darme cuenta, habiendo dado sólo unos pasos, abro los ojos y estoy frente a la puerta, a mi espalda, aquellas dos mujeres.


     Crecer. Tras volver la vista a aquella miniatura, la encuentro, ahora con los tamaños intercambiados: yo el pequeño, la puerta la gigante, bajo la cual quepo. Arrastrándome, logro pasarla. Vuelvo, por última vez a aquel pasillo verde, pero esta vez observo una gran diferencia respecto a las anteriores. El pasillo está cortado por la puerta que acabo d cruzar, y por fin, tras toda una noche, encuentro su final, ornamentado con un portón oscuro, como una noche sin luna, adornado con líneas blancas. 


     Conocer. ...(Esperar hasta la última parte)

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