martes, 10 de mayo de 2011

Historia de un Caos - Parte V : BLANCO-MUERTE



     Conocer. Se acerca el final de todo esto. Lo siento. Lo sé, y estoy seguro de ello. El portón chirría mientras lo abro; aquella puerta por la que vine se abre junto a él. Al otro lado, en la habitación amarilla, puedo verlas, con muecas de ansia por darme caza. Agobiado, intento acelerar la apertura del pesado portal. 


     Lograr. Cumplir un objetivo, en este caso, consigo entrar a un último recinto, blanco y negro, brillante y geométrico. En el centro, una rosa negra por florecer. A mi espalda, a mis alrededores, nada. Nada distinto a aquella pared que establecía un límite perfectamente definido a aquel habitáculo circular. Miro al cielo y lo veo, un cielo que recoge al alba, la aurora que anuncia el poco tiempo que resta para que amanezca.


     Ilusionar. Desear con esperanza que aquello que deseamos se cumpla. El sol, él con su luz debería erradicar el caos de este lugar lúgubre, siniestro, caótico, deforme. Un final feliz. Un final que nunca llegaría a ver con mis propios ojos. El alba enrojece, adquiriendo un color de brasa apagándose pero aún sigue viva, intentando resurgir. Mis pisadas vuelven ceniza el suelo que me sustenta, y tras apartarme, dichas cenizas adquieren el color del cielo que tengo sobre mí.


     Surgir. De entre las cenizas con agitación cual fuente emergente desde la tierra, un cuerpo cubierto de una desagradable y viscosa película azabache. Para mi desgracia, conocía lo que formaba aquella cobertura y, cuando posteriormente fuera cayendo, descubriría que también conocía a quien estaba debajo. Mi amada, inmóvil, se halla frente a mí, con restos de ponzoña que aún se escurrían por su piel.


     Acercar. Ella da un paso, yo retrocedo a la par. Me alejo a medida que ella avanza. Ya no es quien conocí tras volver de aquel lago rojo; aquella loca la introdujo en una dimensión de locura y corrupción. Dejó de ser una persona como tal para ser un nuevo ser. Me acabo de chocar con algo por la espalda mientras retrocedía. Antes de poder girarme, me agarra. Una risa suena detrás de mí. Mientras oigo su risa, en mi cabeza la asocio a la habitación amarilla. La reconozco. Era la risa de aquella loca mujer que con sus acciones tanto daño me causó.


     Pelear. Luchar por liberarme. Estoy cogido con fuerza y me cuesta moverme, pero tras gran esfuerzo, consigo librarme de sus manos y me aparto. Pierdo el equilibrio y termino cayendo al suelo. Ambas se me acercan. El fin que estaba deseando llegará dentro de poco, pero será distinto al que imaginé. No será el fin de este sitio. Es el fin de mi vida aquel que se acerca.


     Brillar. Unas cadenas de plata blanca, rígidas y veloces, abren el suelo y crean una cárcel, conmigo encerrado en ella. Pese a estar en una jaula, que separa exterior e interior como una barrera, en ella tengo dos compañeras indeseables. Estoy acorralado, no hay salida, mi fin se acerca y se detiene ante mí.


     Mirar. Fijamente, cuatro ojos me observan. Miradas frías a la par que llenas de locura e instinto animal. Un último intento de huida termina conmigo atado entre las paredes de mi prisión, cadenas de plata que me inmovilizan, dejándome a merced de la voluntad de las dos únicas personas, si ahora pudiera llamarlas así, que existen en este maldito lugar.


     Quebrar. Una mano atravesó el pecho de la mujer loca. Su faz se quiebra, en medio de una carcajada desgarradora que transmitía el sufrimiento y la agonía de una dolorosa muerte. Cuando se agota su voz, termina de romperse su cuerpo cual espejo, dejando a la mano ejecutora ensartada en las cadenas.


     Recoger. Las cadenas que formaban mi confinamiento comienzan a moverse, se retiran, vuelven al suelo y, desde allí, retroceden hasta entrar en la mano de mi antigua compañera. Aparentemente, ella ha recuperado la conciencia, ya no emana aquel lodo corrupto. Parece que al fin, mi final feliz llegaría; el malo fue derrotado, no hubo víctimas, y conseguiría a la chica.


     Besar. Lleno de energía y júbilo, emoción y excitación, deseo y amor, a mi salvadora. Mi último gran error. Durante el beso, el espejismo de una sensación se me quedó en la boca. Cuando separamos nuestros labios, de los suyos caían restos de la ponzoña oscura que me llevaba atormentando todo este tiempo. Me empezó a invadir una sensación de ardor en todo mi interior.


     Sufrir. Un dolor inmensurable e inimaginable, como si me estuvieran devorando vivo poco a poco, hacia el exterior desde mis adentros. Con mi sufrimiento, caigo de espaldas. No puedo sentir más que dolor. Mirando al cielo, en el que vuelve a aparecer el alba, oigo aquella carcajada odiosa, repleta de carencia de sentido, de una locura macabra; pero que al mismo tiempo parece un lamento. Mientras me retuerzo en mi agonía, consigo verle la cara. Lágrimas humanas, tristemente hermosas, caen por sus mejillas. Ya no siento ni piernas ni brazos, ni tan siquiera consigo verlos; sólo veo un aglutinamiento de materia negra y viscosa que sale desde donde debieran estar mis miembros.


     Morir. Agonizar por el beso de la muerte, recibido por mi propia iniciativa e ignorancia de manos de mi salvadora y, ahora, también mi verdugo. El dolor puede conmigo, grito en mi más intensa agonía, hasta que a mi lado se sienta ella. Una despedida. Un último beso, pero este no fue el beso de la muerte, sino el beso de la paz, del descanso. Ya no siento nada, así fue mi muerte.


     Esta fue la historia de mi caos.





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     Despertar, otra vez, y volver al hogar, abandonando ese caos hasta la próxima ocasión, una nueva noche que destruya en su seno a la lógica mundana.

FIN

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